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NUNCA DEJARÁ DE SORPRENDERME
Con la vuelta de las vacaciones volvemos a las revisiones médicas de Rubén, las normales de los dos años, pero además, había algunas cositas que han surgido durante el verano que quería comentar al pediatra. Como ya he comentado en otros post, normalmente la respuesta de estos facultativos suele ser «es normal, no le obligues, mucho suero,…» pero aún así yo lo sigo intentando.
Durante todo el período estival el pequeño ha estado padeciendo, lo que en argot médico se llama epistaxis, o sea, sangrados nasales varios y con bastante frecuencia. La primera vez que le pasó no le dimos importancia pero tantas veces se ha repetido que ya nos empezaba a alarmar. De hecho un fin de semana le llevamos a urgencias porque nos asustamos. Son episodios que duran poco pero que se repiten hasta cuatro veces al día.
El caso es que esta vez, que se lo he vuelto a comentar, le ha mandado hacerse análisis para ver la coagulación y los niveles de hierro. En cuanto escuché salir de su boca la palabra ANÁLISIS se me puso la carne de gallina.
No te confundas, a mí no me dan miedo las agujas, no le tengo ningún miedo a los análisis, ni a la sangre, ni me mareo con esas cosas, NOOO… Es que no me podía ni imaginar cómo le iban a hacer análisis a Rubén, ¡¡¡pero si sigue llorando cuando entramos al médico!!! ¿¿¿¿ cómo le van a poner una goma en el brazo, mantenérselo estirado, encontrar la vena y sacar los tubos de sangre correspondientes sin que se mueva????. Y además, en ayunas!!!, pero si nada más levantarse lo primero que pide es el ‘bibe’!!!
¿Cuántas veces tendré que vivir para que deje de sorprenderme?
Llegamos al centro de salud y nos colocamos en la puerta de la sala de análisis para que las enfermeras pudieran ver bien lo que les esperaba a continuación y a ninguna le diera por irse a desayunar en ese momento. Nos dijeron que esperáramos a que se vaciara la sala, fue bastante rápido, y pasamos. Al entrar en la sala Rubén iba diciendo ‘no, no,..’ pero cogido de la mano de mamá, y con Dibo en el otro brazo, entró y se sentó en la silla encima de mí.
Debo decir que las enfermeras estuvieron muy atentas y cariñosas con él, y aunque al principio parecía que se iba a revolver y a salir corriendo de allí, nada más lejos de la realidad, pues le pusieron la goma, primero en un brazo y luego en el otro, le palparon para ver dónde pinchar y sólo cuando notó el pinchazo dio un respingo y se puso a llorar un poco. Y digo un poco, nada más, porque no habían terminado de llenar los tubos cuando ya había dejado de llorar.
Yo, que me imaginaba un niño endemoniado, llorando y pataleando, que me echaban de la sala para no ver el espectáculo y que nunca podría volver por el centro de salud con la cabeza bien alta, me tuve que comer mis prejuicios y admitir que mi ‘bebé’ ha crecido y ha cambiado tanto que me ha vuelto a sorprender.